Relatos de media noche
En la oscura Sevilla, donde los ecos de los pasos se mezclaban con los suspiros del río Guadalquivir, en un humilde hospital de caridad, tuvo lugar una escena que bien parece arrancada de los evangelios. Allí, en la penumbra de una sala modesta, Santa Isabel de Hungría, rodeada de leprosos y afligidos, desplegaba su manto de misericordia. El aire estaba impregnado del olor de ungüentos y hierbas curativas, mientras la luz tenue de unas velas trazaba sombras sobre los muros, como si las almas de aquellos sufrientes hubieran encontrado allí un rincón de paz.
En el centro de la estancia, Santa Isabel, mujer de noble cuna y corazón magnánimo, inclinábase con ternura sobre un hombre, cuya piel desgastada por la enfermedad era reflejo de su abatido espíritu. Sin titubeos, sus delicadas manos, acostumbradas a los adornos y galas de la corte, sostenían con amor el pie llagado de aquel infeliz. Con su toque, no solo sanaba su carne sino también su alma, pues cada gesto era bálsamo de esperanza para los condenados a ser apartados de la sociedad.
Las gentes, testigos de aquella insólita escena, murmuraban entre sí, maravillados de ver a la reina atender a aquellos desdichados sin asco ni temor. “¿Quién podría pensar que una dama de su estirpe se rebajaría a tocar a esos desgraciados?", exclamó un joven ayudante, impresionado y confundido a la vez. Pero Isabel, sin más palabras que el lenguaje del amor, demostraba que el verdadero linaje no se lleva en la sangre sino en los actos.
A su alrededor, se encontraban las asistentes y un par de caballeros desfigurados por la dolencia. Miraban a la reina como a un ángel que descendía del cielo. Con el pudor y el respeto en sus miradas, parecían ver en ella una santa, una guía, una madre. Era como si, por un momento, el dolor y el sufrimiento hubiesen quedado suspendidos en el aire, desvaneciéndose ante la inquebrantable fe de aquella mujer.
Una dama, que sostenía el cuenco con los ungüentos, no podía ocultar las lágrimas que le asomaban, pues sabía que estaba siendo testigo de algo grande, algo divino, una manifestación del amor que trasciende las clases y las distancias.
Y así, en aquel hospital, Santa Isabel de Hungría continuaba su obra de compasión, arrancando sonrisas entre la miseria, devolviendo humanidad a los marginados. Sus manos, que podían haber estado ocupadas en los quehaceres de la nobleza, se dedicaban a sanar cuerpos y almas. Y los ángeles, desde las alturas, observaban en silencio, sabiendo que aquella escena terrenal bien podría haber tenido lugar en el paraíso.

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